Han pasado diez años desde que tres detectives intrépidas se lanzaron a la búsqueda del Grial. La lluvia ha borrado el rastro de sus pasos, los lugares donde habían pernoctado ya no existen, los hábitos han cambiado, y una de ellas se ha perdido. Pero las dos detectives restantes no han abandonado ni un segundo la sagrada tarea autoimpuesta de perseguir lo imposible, lo inefable. Probablemente también lo inexistente. Ninguno de estos adjetivos desalentadores hará que desfallezca su anhelo, porque es en el intento donde se halla su única razón de ser.

Les Chevaliers nace del cóctel anacrónico que se obtiene al mezclar los libros de caballería con el mundo de hoy. Con el Grial de fondo, se plantea como un proyecto episódico, en el que cada capítulo es un paso más en dirección a la meta. Pero no pasa nada si os perdisteis la primera parte en el Festival Sâlmon. A lo largo de los siglos, la historia es siempre la misma, desde que Chrétien de Troyes creó el personaje artúrico de Perceval, que dedica toda la vida a buscar algo que (spoiler alert) nunca encuentra, y todo por no hacer la pregunta adecuada. Las que venimos después de Perceval somos las que, como dice Victoria Cirlot, hemos heredado un enigma producido en serie, y también, como subrayan Los Detectives, las que hemos aprendido a vivir el fracaso como un gesto poético.

Durante su paso como residentes en el TNT, los incansables caballeros han empezado a prestar atención al paisaje y a la climatología, y es así como, preocupados por su misión irrealizable, se han dado cuenta de que lo que los rodea también tiene voz.

Siempre atentas a los códigos del lenguaje cinematográfico y al juego teatral, Los Detectives se zambullen en la dimensión más estética y aventurera del paisaje que acompaña las narraciones de caballeros. En Incendis, de Ça marche, y en Sirenas y robots, de Tarta Relena y Joan Llort, el paisaje tiene todo el protagonismo, aunque es en Les Chevaliers donde lo hace de una manera más juguetona.